GUTIÉRREZ, JOSÉ ISMAEL
El disfraz no es virtualmente una máscara de la identidad. La verdadera máscara sería ese cuerpo que hay que pintar y decorar deliberadamente con aditamentos suplementarios para que, con el goce de la desfiguración, revista espesor, carácter y personalidad distintiva. Mediante el travestismo, el yo se rearticula a la medida de nuestros deseos. Desde los saberes del travestismo, se puede ver la fisonomía como una morada inacabada y abierta, un bien cuyo propietario administra ocultándolo, manipulándolo, permutándolo, redefiniéndolo; en suma, transformándolo a su antojo. Los y las activistas del fenómeno travesti pregonan la recurrencia al cuerpo y al vestir como uno de los frentes de lucha y de acción injertado a esa tendencia. Se da por hecho que la dualidad integrada por el cuerpo y la vestimenta la atraviesan insospechadas relaciones de dominación y poder que conviene atajar. En su ocultación de los rasgos físicos heredados, en la exaltación de cualidades establecidas y tipificadas socialmente como del otro género, se detecta una resignificación constante de identidad (hay quien habla de un giro hacia el no identitarismo) que principia con la transfiguración de lo externo para seguir, en el curso de ese tránsito, con una mutación más profunda. Los vestidos, los maquillajes, las siliconas, las gestualidades, entre otras herramientas, simbolizan elementos semiológicos ineludibles, aunque accesorios, que al hombre travestido proporcionan una cobertura identitaria y de representación culturalmente caracterizada como femenina (Zambrini 3)[1]. Los travestis acusan una quiebra respecto de la norma social reificada y una necesidad de visibilización con consecuencias sorprendentes. En su empresa de irrumpir en la escena social asisten a una liberación pero, por otro lado, a una estigmatización de su manera de ser. Una liberación porque asumirse travesti conlleva reconocer e informar al resto de la sociedad de un sentimiento auténtico y arraigado consistente en experimentar el yo de modo diferente a lo que el cuerpo parecía ofrecerles como 2destino inevitable3. Y una estigmatización también porque, salvo una minoría crítica, el grueso de la sociedad no parece estar dispuesto a consentir que los estereotipos que con tanto denuedo ha ido edificando siglo tras siglo se tambaleen de la noche a la mañana y se desmoronen ocasionando un caos que ponga en peligro la infalibilidad del sistema legitimador. Estigmatización porque los que ostentan en la mano la Ley del Padre se muestran remisos a erradicar los encasillamientos de identidades preconstruidas e institucionalizadas por el habitus y por la autoridad heteronormativa opresora[2]. -- From publisher's website.