HERNÁNDEZ LÁZARO, ANTONIO
Durante diez siglos, la jerarquía eclesiástica occidental fue indecisa, cuando no reticente, en cuanto a promover el culto a la Virgen María. Desde que el concilio de Éfeso, en 431, la proclamara como Madre de Dios, se le incorporaron cada vez más atributos divinos. Con razón se temía que el marianismo diera continuidad a los cultos de las diosas paganas de la Madre Tierra, de las deidades consideradas reinas del Cielo y de las divinidades femeninas de la Sabiduría. Fue en el siglo XI, en los conventos benedictinos de Francia, cuando se dieron pasos fundamentales para la promoción del culto a la Virgen. La aportación de san Bernardo, con su teología rígida y dulce al mismo tiempo, fue decisiva. Y en ese contexto, fusionando influencias de religiones precristianas, surgieron las Vírgenes Negras, poseedoras de una carga simbólica riquísima. Mientras todo esto ocurría en Francia y en otros lugares de Europa, Andalucía estaba en poder de los moros. Fue a partir de las conquistas del rey Fernando III el Santo, a mediados del siglo XIII, cuando nuestra tierra andaluza se incorporó a las nuevas corrientes del marianismo europeo.