PASTOR FUENTES, ALBA
Mi abuela sufrió la crueldad del electroshock. Su vida estuvo marcada por los episodios de maltrato que vivieron ella y su familia a manos del padre. Era la hermana mayor y tuvo que hacer de escudo protector en un entorno infeliz.
Fue una mujer taciturna y de semblante serio, que cuidó a ocho hijos y un marido mientras trabajaba fuera y dentro de casa. Esa era su vida y para esas tareas había nacido. Nunca la escuché decirlo, pero ahora sé que estaba profundamente triste.
Sufrió episodios depresivos que la acompañaron durante toda su vida, y una ansiedad que solo exteriorizó con suspiros. Los episodios de su infancia marcaron su carácter y era lógico el malestar después de lo que había vivido. La manera en la que intentaron resolver su sufrimiento generó un dolor aún más profundo que tuvo que llevar en silencio para continuar siendo el ama de casa que se esperaba que fuera. Siempre había escuchado que estaba enferma de los nervios y bajo esa frase se desvelaba la influencia que habían dejado los diagnósticos de histeria en la sociedad.
Se persiguió a las mujeres que no cumplían el modelo que imponía la Iglesia, y, una vez llegada la revolución científica, la medicina siguió reproduciendo esos mecanismos de opresión al tratar como histéricas a cualquiera que se desviara de su rol. Después de ser brujas nos convirtieron en enfermas.
Los electroshocks y las lobotomías también se utilizaron en las terapias de conversión para corregir la orientación sexual de las personas LGTBIQ, que fueron consideradas enfermas mentales hasta 1990, año en el que la OMS retiró la homosexualidad de su lista de patologías.
Si el cuerpo de las mujeres había sido de poco interés para la medicina, la salud mental no fue diferente.
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