«Aún espero no trabajar sólo para mí. Creo en la absoluta necesidad de un nuevo arte del color, del dibujo y de la vida artística», escribe Vincent van Gogh a su hermano Theo en 1888. «Y si trabajamos con esa fe, me parece que existe la posibilidad de que nuestras esperanzas no sean en vano.» Su profecía se cumplió. En el curso de su breve y agitada vida se suicidaría poco después, a los treinta y siete años, Van Gogh logró hacernos ver el mundo de una forma nueva. Sus paisajes luminosos de la Provenza y los sombríos retratos de las clases obreras señalan la ruptura con la relación entre luz y sombra que había existido hasta entonces en pintura; sus visiones alucinatorias reflejo de su convulsa vida interior, un camino radicalmente distinto de acercarse a ella. Las más de seiscientas cartas enviadas a su hermano conforman una crónica lacerante de las amargas relaciones familiares del artista, de sus crisis nerviosas, su lucha constante con los marchantes, su estrecha relación con las prostitutas y la miseria, sus escenas tormentosas con su amigo Paul Gauguin y sus noches disipadas en compañía de Toulouse-Lautrec.